Ourobos
Myriam Irós Bourdichon
Yo recordaba haber visto dentro de un hueco u hornacina en la pared que hacía las veces de ropero, entre los pantalones colgados y alineados del hijo del dueño de casa, una enorme serpiente negra que él tenía prisionera.
Esa imagen siempre retornaba a mi mente; me parecía ver las curvas negras y brillantes moviéndose amenazantes dentro de su sarcófago obligado.
Cuando volví, después de muchísimos años, busqué la hornacina y la encontré, vacía, por supuesto. Sin embargo, de noche, al pasar cerca de allí, algo me inquietaba... y por las dudas, miraba a mi alrededor.
La historia era sabida por todos, porque yo siempre la contaba. ¿Que cuál historia? Esa de una señorita, incipiente novia rubia del moreno encantador de serpientes, que al ver lo cruel que era éste con los animales, pues despellejaba vivas a sus presas, no quiso volver a hablarle y rompió la relación que tan promisoria parecía.
Había venido con nosotros este verano un joven que también odiaba los animales y, desafiante, negaba la veracidad del suceso. Se burlaba de esos sentimientos compasivos y haciéndose el “piola” dejó bien sentado que una mujer que prefiere los animales a un macho buen mozo “no merece llamarse mujer”.
Un atardecer muy caluroso, húmedo, en el que se mezclaban los olores del campo y los cantos de las aves, nos habíamos reunido en el mirador a ver la diaria pero siempre distinta transmutación del río dorado en río violeta, gris, plateado y finalmente negro brillante.
A medida que aparecían las estrellas nos íbamos callando...sólo alguno que otro comentario en voz baja, o un relato corto, de miedo, que aportaban los muchachos, interrumpía el silencio.
Pepe, que así se llamaba el descreído, estudiante crónico de abogacía, entre risotadas nerviosas y alardes de valentía, contaba cómo ponía trampas para cazar gatos, unas que les destrozaban las patas para que no pudieran escapar.
Nos sentíamos incómodos, su actitud nos producía un enorme rechazo, pero por cortesía, disimulábamos el fastidio que nos invadía.
Al rato decidió ir hasta la casa a buscar algo para beber. Se levantó lentamente, haciendo brillar sus músculos bronceados para impresionar a las adolescentes que lo rodeaban atraídas por sus aires de que “se las sabía todas”.
Nunca el aire del lugar habrá escuchado un alarido más aterrador.
Corrimos hacia la casa y lo encontramos caído junto a la hornacina, duro, con los ojos abiertos y una horrible expresión en su rostro.
La tapa estaba un poco corrida y alcancé a ver que hacia adentro se deslizaba una gruesa cola reptante, negra y lustrosa.
Después que la policía retiró el cadáver de Pepe fui a revisar el hueco: estaba vacío, no había en él ningún orificio, ninguna marca, ningún resquicio por el que bicho alguno hubiera podido escapar.